FUENTE INAGOTABLE DE LUZ

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Sagrados Corazones Unidos del AMOR SANTO

Sagrados Corazones Unidos del AMOR SANTO
Sagrados Corazones de Jesús y María, unidos en el amor perfecto,

CURSO DE TEOLOGÍA MORAL

P. MIGUEL ÁNGEL FUENTES, I.V.E.
LOS PRINCIPIOS FUNDAMENTALES
DE LA TEOLOGÍA MORAL CATÓLICA
Ediciones del Verbo Encarnado
Curso de Teología Moral 1
El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. En lo más íntimo de su ser esta imagen es la capacidad de la inteligencia y de la voluntad que le dan señorío sobre su comportamiento. Esta imagen es perfeccionada por la gracia sobrenatural que la hace participar de la naturaleza misma de Dios. Y alcanzará su máximo grado de perfección en la visión beatífica.
Puesto que el obrar sigue al ser, así como de la imagen recibida en la creación procede un obrar natural que debería ser acorde a la naturaleza que tiene por principio, también de la perfección que le da a esta naturaleza la gracia, brota un operar sobrenatural, e igualmente a la naturaleza glorificada en el cielo corresponderá un obrar glorificado.
Ahora bien, el concepto de “imagen” es un concepto esencialmente referencial: se es imagen de algo o de alguien. La imagen no se define por sí, sino a partir de aquello de lo cual ella es imagen. Como dice Agustín: Omnia quae relative dicuntur, ad invicem dicuntur, todos los términos relativos son correlativos1. De este modo, los tres momentos tienen en común el hecho de que, para respetar la esencia, la verdad, del “obrar de una imagen”, han de salvaguardar el concepto equivalente a éste, es decir, el “obrar según el Modelo del que es imagen”.
A la imagen natural corresponde el obrar queriendo el bien racional o, en el decir de Santo Tomás, el obrar virtuoso. A la imagen de gracia, el obrar que vive de la Fe vivificada por la caridad que toma su origen en la naturaleza transformada por la gracia. A la imagen de gloria, en fin, el operar beatificante.
Salvo el último caso, los dos primeros están sujetos a una libertad falible: el hombre puede obrar contra la razón y contra la gracia. Tal es el misterio del pecado.
Sin embargo, el hombre es imagen en un sentido imperfecto. Hay una distancia entre el Ejemplar y lo que ha sido plasmado “a su imagen”: “para designar en el hombre la imperfección de la imagen se dice a imagen, expresión por la cual se indica el movimiento del que tiende a la perfección”2. De este modo, toda la existencia intramundana de la creatura racional es un itinerario (el hombre es propiamente homo viator) en el que va desandando, a través de los actos que le son más íntimos, las distancias que le separan de su Modelo.
Tal es la vida moral del hombre: un obrar itinerante en el que se forja, bajo la moción de la gracia, la imagen del hombre bueno, del hombre de bien, del hombre perfecto (es decir, perfectus, acabado), que no es otro que el hombre virtuoso de Aristóteles elevado al justo de la Revelación y al santo de la Tradición cristiana. Esta es la grandeza y el misterio del hombre, hecho menor que los ángeles pero llamado a imitar a Dios: sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto. Con razón decía el Salmista: “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo de Adán para que le cuides? Lo hiciste menor que los ángeles y lo coronaste de gloria y majestad”3.
La teología moral no es otra cosa que la penetración que realiza nuestra inteligencia en la Palabra divina y en la naturaleza del hombre para desentrañar ese arcano dinamismo interior del hombre, e iluminar así los verdaderos senderos ascendentes de su itinerario ético.
En este sentido la moral es doctrina sobre el hombre bajo el aspecto formal de su itinerario hacia Dios.

1 San Agustín, De Trinitate, VII, 1, 2.
2 Santo Tomás, I, 35, 2 ad 3.
3 Salmo8, 5-6.


Curso de Teología Moral 2
La moral tiende a la formación del hombre bueno, del hombre de bien. Pero el hombre de bien no es otro que aquél que tiende a conformar sus actos con el Bien verdadero (es decir, el bien que su razón le indica como tal o que Dios le revela como tal). Permítasenos a este punto recordar aquellas magníficas palabras del Aquinate comentando a San Pablo: “Libre es quien es causa de su propio actuar (causa sui); siervo quien tiene por causa de su actuar a su señor (causa domini). Por tanto, quien obra por propia decisión (ex seipso), obra libremente; quien lo hace movido por otro, no obra libremente. Así, aquél que evita lo malo, no porque es malo, sino porque Dios lo manda, no es libre; pero quien evita lo malo porque es malo, ése es libre. Esto lo hace el Espíritu Santo que perfecciona interiormente el alma por el hábito bueno, de modo tal que se abstenga del mal por amor, como si lo preceptuara la ley divina; y por tanto se dice libre, no porque no se someta a la ley divina, sino porque se inclina por los buenos hábitos a hacer lo que la ley divina manda”4.

No hay verdadera libertad sino a través de la virtud. Porque el actuar libre es el actuar connatural de nuestra inteligencia y voluntad conjugadas; movimiento que requiere, por tanto, por un lado el nacer de la intimidad de estas facultades sin coacción; por otro, el dirigirse hacia el bien, porque la libertad es una perfección, no un detrimento. Por tanto, no hay libertad verdadera (bajo todos sus aspectos) mientras no tenga por fin el bien verdadero y mientras tal bien no sea objeto de un dinamismo espontáneo e interior del hombre. Esta inclinación connatural hacia el bien la da la virtud, el hábito bueno y el Espíritu Santo que actúa en el justo. Como admirablemente explica el mismo Tomás en la Suma Contra Gentiles:

“Los hijos de Dios son movidos por el Espíritu Santo no como siervos, sino como libres. Pues, siendo libre el que es dueño de sí mismo (qui sui causa est)5, hacemos libremente aquello que hacemos por nuestra cuenta y razón. Y esto es lo que hacemos voluntariamente; mas lo que hacemos contra voluntad no lo hacemos libre, sino servilmente, ya haya violencia absoluta, como cuando el principio es totalmente extrínseco, no cooperando nada el paciente6, por ejemplo, cuando uno es impelido por la fuerza al movimiento; ya haya violencia con mezcla de voluntariedad, como cuando uno quiere hacer o padecer lo que menos contraría su voluntad para evadir lo que más la contraría. Mas el Espíritu Santo de tal modo nos inclina a obrar, que nos hace obrar voluntariamente al constituirnos en amadores de Dios (inquantum nos amatores Dei constituit). En conclusión, los hijos de Dios son movidos por el Espíritu Santo libremente, por amor, no servilmente, por temor. Por eso el Apóstol dice: No habéis recibido el espíritu de siervos para recaer en el temor, antes habéis recibido el Espíritu de adopción de hijos7.

A esto tiende la Moral: a ayudar a la inteligencia a descubrir el bien humano y divino del hombre y a educar la voluntad a inclinarse connaturalmente hacia tal bien. Tal es, por otro lado, la fisonomía propia de la Moral “medieval” de Santo Tomás estructurada sobre el eje fundamental de la virtudes cristianas y de los dones del Espíritu Santo. ¡Qué lejos estamos de la casuística!

No hace falta decir más. Baste poner en las manos de Dios estas páginas, siguiendo el consejo del Abad San Benito: In primis, ut quidquid agendum inchoas bonum, ab eo perfici instantissima oratione deposcas 8, ante todo, pídele con oración muy fervorosa que perfeccione cualquier obra buena que emprendas.
4 Santo Tomás, Ad II Cor., III, lectio III, nº 112.
5 Aristóteles,I Metaphys., 2; 982b, 26.
6 Aristóteles,III Ethic. 1; 1110b, 15-17.
7 Suma Contra Gentiles, IV, 22.
8 San Benito, Sancta Regula. Prol., 4.